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sábado, 22 de octubre de 2011

AD TE


        Se han alejado las nubes recias. El frío, que bajo ellas suele cobijarse a la búsqueda de una supervivencia que no ha de lograr, ha desaparecido. Vegeta bajo las nubes mientras sobre ellas luce y templa el sol camino de convertirse en ocaso. Hoy esa luz y esa templanza se han unido a unas nubes ligeras, claras, como de rebajas. Declina un día que nos ha regalado, - suelen venir los días como algo concedido, sin pedirlos -, sensaciones que nos conducen a relajar el ceño y a sensibilizar la piel con humedad, huyendo a la caída de la tarde, hacia el deseo de la llegada de la noche bajo el paraguas de blanco celofán atado y clavado en las lindes del horizonte. Simples maniobras del bochorno, efluvio sahariano de las tierras del Sur preparándose para coadyuvar al nacimiento de la noche que dará entrada a la vida de aquél palacio, aquél palacio que ha de encarnar algo tan sublime, tan delicado, como es el amor, amor puro, amor sin querer, sin deseo, sin ninguna encarnadura, amor de amar.
            Cae la tarde y aún no se si es la misma tarde. Nuestras almas deambulan por la parte de la sierra a la que le fue concedido abrazar a Córdoba. A media ladera nos sentamos en los trozos de ruinas que la incultura de allende Despeñaperros ha ido sembrando donde antes era antesala del paraíso y puerta de la más grande de las culturas en aquellos siglos conocidas. Aún perduran, aún estamos viendo las luces, lejanas y cercanas en nuestros espíritus, de nuestra Córdoba eterna, aún van saliendo, poco a poco, casi con temor, aquellas piedras. Siento en el mío tu corazón, tu corazón que ama. Siento en el tuyo mi corazón, mi corazón que ama porque es amado como nunca lo había sido.

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            Cae la tarde, pero ¿Es la misma tarde? Tal vez nos esté negado, tal vez nunca sepamos, nunca podamos vislumbrar, - nada más que en los mensajes que emita nuestro corazón hacia nuestra tosca mente -, cómo fue aquella tarde que precedió a la otra noche, a esa noche de siglos en la que aquél palacio, aquella medina, que el corazón del Califa más poderoso del tiempo, mi corazón, ofreció a su amada, a su Zahara, a ti. Ad Te. La belleza de aquella medina, su grandeza, su imagen del máximo amor será recordada por los siglos de los siglos y los descendientes tomaran la epopeya, el sueño, el desafío de reconstruirla, de sentirse acariciados por los efluvios de nuestro amor allí guardado.
            Pasaron los años, transcurrieron los imperios, hasta la misma medina, hasta la misma Madinat de Zahara fue cubierta por la tierra, sin que la ruina anidase, ni arañase, en aquello que representaba. El recuerdo de aquél amor pasó de generación en generación y comenzó, comenzó a destaparse el manto que la ignominia del fanatismo de los invasores del norte había arrojado sobre el amor, sobre la pasión, sobre aquellos arroyos de agua que descendían de la cercana sierra y que terminaban en el patio de abluciones de la Gran Aljama para limpiar los cuerpos y almas de los creyentes,  sobre aquellos arcos, por aquellos mármoles que servían de suelo a las más altas embajadas de Oriente y Occidente que venían a rendir pleitesía al Señor de al-Andalus y a conocer de la más alta ciencia y cultura.
            Aún perduran y ya, lentamente,  están viendo de nuevo la luz, van surgiendo… casi con temor, aquellas piedras. Ya el salón de embajadores luce sus arcos sobre columnas de piedra. Ya brillan sus mosaicos de cristal donde hubo oro. Ya, de nuevo, el cervatillo, ¿Cómo habrá sobrevivido? preside el centro de su fuente, su boca, medio abierta aguarda el mercurio que ha de brillar con los rayos de Selene y reflejar el sol de la mañana. Y entre todo, ahí está el amor de tu corazón y el mío, el tiempo no ha podido con ellos, perduran, renacen, nunca se separaron, son un único amor. ¿Te imaginas la grandeza, la locura, la pasión que ha de generar ese reencuentro cuando se reconozcan?
            Aquella tarde, ¿O es esta?, lucía en la cercana lejanía el palacio de al-Ruzafa, era ya entrado el otoño, habíamos abandonado el palacio de verano; no quisimos regresar aquella noche a los aledaños de la Gran Mezquita, de la Gran Aljama de Occidente. Su belleza estaba delante de mis ojos, sentía como se bañaba en ellos.
            Quería inaugurar aquella noche aquél palacio, símbolo del Califato Omeya, digo de su poder, de esplendor, de su amor por el único amor de toda su vida, de la única vez en que el Profeta le regaló el sabor de Amar, el amor de Azahara. Una vez más era lo más rico de Bizancio la base de su belleza. Bizancio había cubierto  de oro y pasados los siglos continúa, la cúpula del Minrhab de la Gran Aljama. Y Bizancio había diseñado la sala de baños de tu medina, de tu ciudad, para que el agua quedara impregnada de amor.
            Estoy allí, estoy aquí, en esta tarde y veo como va surgiendo de nuevo esa medina al cabo de los siglos. Extensas tierras cubren todavía, al igual que tu amor, sus riquezas y bellezas, se irán abriendo y surgirán al par del calor de tu corazón. Poco pudieron los que la destrozaron. Pobres fueron los que construyeron sus palacios y sus iglesias robando sus columnas, sus capiteles, sus grabados, de ellos no queda nada en la memoria. Pero nunca pudieron robar la belleza, nunca pudieron disfrutar del amor, nunca conocieron el amor, tan solo la tristeza, la pena, la oscuridad guardaron en lo que construyeron.  ¿Quién sabría nombrar a alguno? De ellos no queda nada en la memoria, lo más sagrado, lo más ansiado por los hombres siempre ha sido el poder perdurar sobre los tiempos y ellos, los rapiñadores, no lo han logrado tras los siglos, emerger ni remedar  en todo sus esplendor aquello que destruyeron. Ahí, muy cerca, apenas a media lengua está el Monasterio de San Jerónimo, ahí está, dicen que es muy bello, dicen que en sus paredes está media de tu ciudad, de tu medina, Azahara. ¿Tan pequeña estiman que era? ¿Tan pequeña desearían que hubiese sido? No, ahí está ese Monasterio, está pero olvidado. AHÍ EN ESE MONASTERIO faltó todo, faltó el amor que fue el cimiento de tu palacio, Azahara y sobre todo faltó la vida en lo que puede verse como una gran tumba en la que debía haber vida donde tan solo engendraron gusanos.

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Continuará...

Baroja